La catedral de Göetia
Se dice que la catedral de Göetia es la más bella que existe. Cuando los monjes pisaron aquellas inhóspitas tierras, ella ya estaba allí, erguida orgullosamente sobre el páramo sombrío. Creyendo que su presencia se trataba de un milagro, los monjes se asentaron en el lugar y levantaron una humilde villa que pronto comenzó a rebosar de fieles. Se organizaron misas regulares y los bancos se colmaron de una muchedumbre que murmuraba rezos y profería alabanzas. Al abrigo de los oscuros confesionarios, la catedral acogió en su seno a todos aquellos que quisieron deshacerse de sus más íntimas vergüenzas, y los que recorrieron sus entrañas, quedaron encandilados con su seductor misticismo.
Un funesto día, —nunca llegaréis a saber cuánto—, mientras deambulaba por los pasillos de una biblioteca, di con un viejo libro que llamó mi atención. El volumen poseía un lomo de color granate y letras doradas, y estaba tan impoluto que parecía que alguien acababa de colocarlo en el estante. Atraído por su singular aspecto, me senté junto a una ventana para enfrascarme en la lectura y paseé la vista por las páginas.
Llegué a una descripción que me dejó completamente desconcertado. El texto, de carácter breve, hablaba de una catedral que se erigía al norte del condado, en medio de las parameras de brezo, y lo único que reseñaba el autor del volumen era su majestuosa arquitectura, de una soberbia tal que las palabras la empequeñecían. Impactado por el insólito hallazgo, me volqué en una ardua investigación para recopilar algo más de información, per las semanas transcurrieron y mis resultados fueron infructuosos. No había ninguna noticia, hecho o persona en mi entorno que supiera o pudiera dar fe de su existencia.
Movido por la curiosidad, junté algunos ahorros y reservé un billete para viajar cerca del enclave y poner fin a la incógnita. Me alojé en el hostal más barato que encontré, donde me recibió una mujer de aspecto recio que me escrutó de arriba a abajo. De mala gana, me preguntó cuántas noches iba a hospedarme, y como mi respuesta fue ambigua, me ordenó que dejara un buen depósito de dinero y que le pagara el resto al irme. Aquello me resultó extraño, pero como tenía otras prioridades en mente, accedí sin más miramientos. Una vez guardó el puñado de billetes en la caja, le pregunté si sabía algo de una catedral construida en aquellas tierras yermas, y ésta, suspirando con resignación, cogió uno de los raídos mapas que había en el mostrador y señaló hacia un punto en concreto, a unos cuantos kilómetros del hostal:
— Es aquí— dijo secamente—. Mi marido puede llevarte en coche hasta este tramo. Después tendrás que continuar andando, puesto que no hay más carretera, pero tendrás que darme más dinero por ello.
Acepté sin dudarlo. Aquella mujer era la única persona que conocía la existencia de la catedral y su ubicación precisa. Quedé con ella en que su marido me llevaría al día siguiente, después del canto del gallo, y esa noche me fui a dormir con las manos temblorosas por la excitación. Al día siguiente, desayuné una hogaza de pan duro con unas rebanas de tomate y me subí al coche del hombre, que no intercambió ni una sola palabra conmigo en todo el trayecto. Cuando me bajé del vehículo, incómodo por el mutismo que habíamos compartido durante algo más de media hora, contemplé el vasto campo de brezos que se abría ante mí y comencé a andar para dejar atrás la situación lo antes posible. Quizá lo hice durante horas, lo desconozco, pero estuve respirando un aire húmedo que inundaba mis endebles pulmones y observando las grises nubes arremolinarse amenazadoramente sobre mi cabeza. Todo a mi alrededor parecía disuadirme de atravesar aquel entorno raso y desabrigado donde soplaba un viento gélido. No os mentiré: llegó un punto en el que mis pies estaban tan doloridos y mi cuerpo tan entumecido que tuve el impulso de volver sobre mis pasos. Pero fue justo en ese momento cuando vi la débil silueta de unas agujas en el horizonte y seguí avanzando, al encuentro de mi destino.
Al principio, pensé que se trataba de alguna suerte de quimera, así que corrí en esa dirección para cerciorarme. A medida que la efigie de la catedral se volvía más y más grande, mi corazón latía a mayor velocidad, y no me detuve hasta llegar a la fachada principal que remataba en unas puntiagudas agujas. ¡Ojalá pudiera expresaros la dicha que sentí en aquel momento! Totalmente extasiado, me dejé caer en el suelo y recorrí con la mirada cada rincón del templo, recreándome en el placer visual que sentía. Los relieves de la portada eran de una exquisitez inaudita, al igual que todos los detalles que se esparcían por la fachada, especialmente los del descomunal rosetón . ¡Qué sublime criatura, olvidada cruelmente por todos!
Tras recobrar el aliento, me incorporé de nuevo para empujar la pesada puerta que daba acceso al interior, y traspasé el umbral sagrado para quedarme completamente anonadado: dentro, el espacio estaba dividido en tres naves, con una nave central más alta y ancha que las que la flanqueaban. Al fondo, en la zona del ábside, se alzaba un gigantesco retablo sumido en la penumbra que hacía de telón de fondo del solemne altar mayor, en cuya superficie descansaban dos velas blancas de llamas titilantes, el libro de las Sagradas Escrituras, una copa de plata y una rodaja de pan ácimo. Escuchando el eco de mis propios pasos, me aproximé hasta que pude visualizar de cerca el presbiterio, e imbuido en el agradable trance que me proporcionaba la danza inefable del fuego, se alzó a mi alrededor un leve murmullo de voces que pronto se alzaron como un cántico. Si te lo preguntas: no, en aquel momento no me sobresalté, ni lo hice cuando redoblaron las campanas y la estancia se inundó de un intenso olor a incienso. No pestañeé cuando apareció un sacerdote tras el altar y los bancos de madera se inundaron de fieles. De hecho, a pesar de desconocer el latín, seguí con los labios cada palabra del Sanctus con extrema precisión:
—<<Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hossana in excelsis. Benedictus qui venit in nomine Domini. Hossana in excelsis>>.
Por supuesto, tampoco supe nunca de la conversación que tuvo la recepcionista con su marido cuando este aparcó el coche en la entrada del viejo hostal. Al parecer, sus palabras fueron las siguientes:
— ¿Tú crees que lo hará o esta vez será diferente? —inquirió con expectación—, a lo que el hombre carraspeó con algo de incomodidad y respondió escuetamente:
—No, no creo que le veamos más por aquí.
La mujer renegó con la cabeza, y contando de nuevo los billetes que había en la caja, añadió un último comentario:
— Nunca entenderé qué le ven los forasteros a ese puñado de escombros. Esas ruinas siniestras ya no son más que un viejo recuerdo. ¡Qué sitio tan espantoso para cometer suicidio, uno de los peores pecados!