Antes del amanecer
Pensé en ello de camino a una escuela en Ningbo, en la húmeda provincia de Zhejiang. Después de haber concedido la entrevista para la Televisión Central, los estudiantes me volverían a preguntar por «el asunto» y, para su decepción, yo tendría que darles una explicación razonable de lo sucedido. No les culpo. Es cierto que hubo algo inusual en el vuelo espacial del 15 de octubre del 2003 a bordo de la magnífica Shenzhou-5.
Años antes, China ya había hecho pruebas con la Shenzhou-1 y sus sucesoras desde el Centro de Lanzamientos de Satélites de Jiuquan. Fueron varias naves no tripuladas del llamado «Proyecto 921», dirigido por el ingeniero y experto en tecnología espacial Wu Qiang, miembro de la Academia China de Ingeniería, primer diseñador jefe de la Shenzhou y uno de los tipos más consagrados a la causa.
A menudo, Quiang decía cosas como: «para crecer fuerte, una nación debe confiar en sí misma, en lugar de otras» o «yo cargaré con el peso de asegurarme de que vuelvas sano y salvo a casa», una sentencia que aún me hace sonreír levemente, porque ambos sabemos que mandar un humano al cosmos es una cuestión de vida o muerte.
Así lo atestigüé esa insólita mañana.
A las 9:00 a.m., el cohete Larga Marcha 2F despegó estrepitosamente y sin anomalías reseñables bajo luz diurna mientras yo trataba de contener la emoción. He de confesar que, aunque también me acompañó una punzada de miedo, la Shenzhou-5 me inspiró confianza desde el primer momento en que la vi, con su división en tres módulos -como la Soyuz rusa- y su interior habitable de ocho metros cúbicos. Una preciosidad de diseño con un módulo orbital capaz de operar de forma independiente durante, por lo menos, medio año.
Sin embargo, aquella sensación de euforia se disipó en cuanto el cohete alcanzó los cuarenta kilómetros de altura y la nave comenzó a vibrar con extrema virulencia. El temblor fue de una ferocidad tal que, durante veintiséis largos segundos, experimenté un dolor más allá de los límites imaginables mientras mi cuerpo se sacudía ferozmente; una insidiosa agonía que me hizo pensar que aquel reducido habitáculo se convertiría en el ataúd que lanzaría mi cuerpo sin vida lejos de mi familia, mi casa y mi planeta, dejándome aislado de todos cuantos amaba en esos últimos y terroríficos segundos de existencia.
No obstante, conseguí salir adelante. A pesar de que las vibraciones pudieron dañarme los órganos de manera irreversible, la máquina atravesó las capas más densas de la atmósfera y entró en órbita exitosamente al tiempo que China escalaba la cima de la tecnología mundial. Alguien debió verme pestañear entonces y se escucharon gritos de alegría y llantos de felicidad desde el Control de Tierra. Empapado en sudor, experimenté en ese instante la sensación de haber vuelto a nacer en medio de la basta y fría inmensidad que me rodeaba.
Con la situación estabilizada y mis ánimos bajo control, realicé la maniobra de propulsión para que mi órbita fuese circular y fui dando vueltas a la Tierra a una altura de 343 kilómetros, imaginándome los vítores de mi pueblo y el orgullo de la República convirtiéndose en la tercera nación en lograr una proeza semejante.
A las 5:30 p.m., hora de Beijing, a través de los sistemas de comunicación en vivo, mantuve una conversación con Zhao Ning, ministro de Defensa Nacional de China y vicepresidente de la Comisión Militar Central, a quien le manifesté mi buen estado de ánimo agitando ante la pantalla la bandera nacional y la de la ONU con gran entusiasmo.
Dos horas más tarde, tuve otra charla escueta con Bo -mi hija de once años-, y Liazng, -mi querida mujer, en la que las describí, con muchas limitaciones, la espectacular vista de la Tierra que tenía desde mi posición.
Bo me miró risueña y, emocionada, me hizo algunas preguntas entusiastas:
—¿Y cómo es flotar en el espacio, papá? —inquirió dando pequeños saltitos.
—Papá no flota en el espacio, cariño —le dije con tono suave—. Simplemente tiene la sensación de que lo hace.
—¿Y has visto la Gran Muralla?
—No, aunque tampoco he podido buscarla muy bien. Hasta que no aterrice, tengo que centrarme en mi trabajo. Lo más importante es que la misión se cumpla con éxito. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí —asintió respetuosamente, y entonces cortamos la comunicación.
Creo que el tema de la muralla es algo que incluiré en mi futura autobiografía, al igual que las ideas preconcebidas que se tienen sobre los taikonautas. Aquí arriba no hay tiempo para divagar sobre el sentido de la vida; no puedes desviarte ni por un segundo de tus responsabilidades.
Respecto al tema de la comida, que es otra tela que cortar, también se cuentan muchas falsedades, especialmente a nivel internacional. En mi caso, mi dieta fue diseñada exclusivamente por profesionales chinos, tal y como se encargó de explicar en su momento a la prensa el director del Departamento de Diseño Espacial, Guo Hai, con un deje de satisfacción en la voz: «Nuestro primer taikonauta comerá con sus palillos favoritos y contará con un menú variado y nutricionalmente adecuado para su situación. Así mismo, tendrá la posibilidad de tomar té verde, si así lo desea».
Entre la veintena de platos que me prepararon, almorcé algo de arroz con dátiles, pollo con cacahuetes y el delicioso perro de Huanjiang. Mi abuela siempre decía que este último tiene la capacidad de conservar especialmente bien el calor del cuerpo, ya que es un alimento yang: por eso se ingiere especialmente en invierno, como los nabos o las chirivías.
Además, el perro también tiene la cualidad de mejorar la circulación e incrementar la energía positiva del organismo, algo a lo que necesité recurrir varias veces durante los 600.000 kilómetros de viaje, pero que estoy seguro que no trascenderá tanto como «el dichoso asunto» que dentro de poco acaparará las portadas de los periódicos internacionales.
Para hablar de él propiamente, tendré que explicarles que la noche previa al lanzamiento no dormí a causa de los preparativos, o que, minutos antes de que tuviera lugar el incidente, estuve echando una breve siesta en la cápsula.
Este detalle es importante, no tanto porque soñé con una serpiente enroscada de ojos negros en medio del desierto de Gobi, -cuyo significado todavía no he consultado en el volumen del duque de Zhou-, sino por el hecho de soñar en sí. Mi padre decía que soñar es un indicio de que las energías del espíritu no están equilibradas, y estoy seguro de que no me recuperé completamente tras el dolor de la vibración.
Quizá eso explique lo que ocurrió a continuación.
Cuando la serpiente del sueño estuvo a punto de atacarme -lo noté en la contracción repentina de su escurridizo y sinuoso cuerpo-, desperté sobresaltado a causa de un sonido rítmico y desconcertante que no pude identificar. Era un ruido difícil de describir, como el de un martillo de madera chocando contra un cubo de hierro, por muy torpe que resulte este símil.
Con un nerviosismo manifiesto, me subí a la escotilla para echar un vistazo al exterior de la nave y descubrir su misterioso origen.
«Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc…»
Ahí fuera, nada parecía anormal.
«Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc…»
Sin embargo, el ruido era inequívoco.
«Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc…»
Tampoco provenía del interior de la nave.
«Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc…»
«¿Qué demonios…?»
Con un nudo denso en la garganta, traté de darle un sentido a lo que estaba sucediendo. El fenómeno debía tener una explicación razonable, como aquella vez en la que, durante una misión de la NASA, los astronautas escucharon un extraño silbido al pasar por el lado oscuro de un satélite. Los medios lo bautizaron como «la música del espacio», y más adelante, la NASA dio carpetazo al asunto diciendo que se había tratado de una mera interferencia.
En cambio, el golpeteo al que yo me enfrentaba era completamente distinto. Parecía como si algo o alguien estuviera percutiendo desde fuera la superficie de la nave con su mano, llamando insistentemente para poder entrar.
De solo pensarlo, se me heló la sangre.
Dispuesto a recuperar el sentido de la cordura, sacudí la cabeza y me mantuve alerta hasta que el ruido cesó. Todavía faltaban varias vueltas a la Tierra para iniciar el aterrizaje, así que tuve que obviar conscientemente la misteriosa anomalía.
Una vez completadas las 14 órbitas y 21 horas de vuelo, regresé a casa el 16 de octubre. Tras usarlo para frenar la trayectoria, el módulo en el que estuve todo el rato expulsó al de propulsión y utilicé su base con el escudo térmico para hacer mi reentrada en la atmósfera.
A las 9:56 a.m. me posé en el desierto de Mongolia Interior con los paracaídas abiertos y unos pequeños cohetes que amortiguaron el proceso, y los equipos de rescate acudieron rápidamente a mi posición para socorrerme. Varios brazos me jalaron fuera de la cápsula y los técnicos me acogieron entre vítores y abrazos, y yo les devolví el saludo y les sonreí para demostrarles que todo había salido bien.
En los días consecutivos, China dio una rueda de prensa sin precedentes donde se habló de la culminación del «Proyecto 921» y se celebraron varios festejos a los que naturalmente tuve que asistir. Chen Mei-yin, una de las figuras eminentes del programa espacial, me calificó de “héroe del espacio” y el título trascendió rápidamente entre mis nuevos admiradores, que se contaban por millones en el pueblo chino.
Pekín recibió las felicitaciones de Estados Unidos y Rusia, así como de la NASA y la ESA y Qiang definió el logro como «la mayor gloria para nuestra patria y el cumplimiento del sueño milenario chino de volar por el cielo».
Empero, a pesar de la nube de optimismo en la que me vi imbuido esas semanas, quise seguir indagando en el ruido que oí surcando el sidéreo. Cuando los ánimos se calmaron un poco, contacté con los funcionarios del programa espacial y les solicité que me facilitaran ciertos instrumentos para recrear el sonido con la mayor fidelidad posible.
Nada de lo que me dieron sirvió para imitarlo.
Los funcionarios hablaron con Qiang y este contactó con Huang Tian, experto en ingeniería espacial de la Universidad Nacional de Singapur, quien dijo que el fenómeno podría ser algo físico que chocaba literalmente contra la nave.
Meses después, otro colega de la universidad sugirió que el sonido podría haber sido el resultado de la expansión o contracción de la nave, cambiando la temperatura externa de forma significativa al entrar en órbita.
Según su teoría, recogida por el China Daily, dicha alteración «causaría un cambio en la presión del aire, y la diferencia de presión entre las paredes interna y externa de la cápsula provocarían ligeras deformaciones en los materiales de la pared, generándose así el sonido».
Esta última explicación me parece la más lógica, así que se la que mencionaré a los estudiantes en cuanto aborden el tema. Mi deber es enseñarles a buscar prudentemente las causas de lo inexplicable, evitando que se dejen llevar por las especulaciones y el sensacionalismo.
Con todo, hay días en los que me sigo despertando con una sensación de inquietud. Ocurre antes del amanecer, cuando el sol todavía no ha despuntado sobre el horizonte y sus haces aún no se filtran entre los robustos cuerpos de hormigón de los edificios.
La penumbra inunda la habituación, y Liazng, que respira suavemente a mi lado dándome la espalda, ni se inmuta.
Me incorporo de la cama con sigilo y me deslizo hasta la ventana para ojear el paisaje. Fuera, las luces de la ciudad todavía siguen encendidas, y los coches, que no han dejado de circular por la carretera en toda la noche, arman un pequeño estruendo con sus pitidos. Sin embargo, no son ellos a los que busco.
Alzo la vista para fijarla en las decenas de luminarias que titilan fríamente en la bóveda celeste y siento cómo un escalofrío me recorre de arriba abajo la espina dorsal. Justo en ese momento, lo vuelvo a escuchar repicando dentro de mi cabeza, ese capcioso golpeteo que ya no me abandona:
«Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc.
Toc, toc, toc…».