Alma Mater
En una noche pavorosa, en la que las ramas de los árboles rascaban el cristal de la ventana, oí sus pasos deteniéndose frente a la puerta y me acurruqué entre las sábanas esperando a que entrase.
Caminó despacio hasta la cama, se sentó a mi lado y me acarició suavemente el pelo con una enorme sonrisa. Le encantaba jugar con mis mechones dulcemente al son de una vieja nana. Cuando lo hacía, siempre me observaba con sus redondos y tristones ojos, y cuanto más quieta me quedaba, su voz escalaba notas más y más agudas, hasta que mi cuerpo comenzaba irrefrenablemente a temblar.
Entonces se quedaba en silencio con los labios ceñidos, cerraba el puño fuertemente y jalaba mi cabeza contra su pecho, obligándome a escuchar el latido de su corazón: «Pum pum, pum pum, pum pum…».
Y yo me abstenía de llorar, porque aquella mujer no era mi madre.
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